CAPÍTULO I

LA REVELACIÓN EN SÍ MISMA

Naturaleza y objeto de la Revelación
2. Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef., 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef., 2, 18; 1 Pe., 1, 4). Así, pues, por esta revelación Dios invisible (cf. Col., 1, 15; 1 Tim., 1, 17), movido por su gran amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex., 33, 11; Jn., 15, 14-15) y trata con ellos (cf. Bar., 3, 38), para invitarlos y recibirlos a la comunión con El. Este plan de la revelación se realiza con palabras y hechos intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación[2].

Preparación de la revelación evangélica
3. Dios, creando (cf. Jn., 1, 3) y conservándolo todo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cf. Rom., 1, 19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su caída les animó a la esperanza de la salvación (cf. Gén., 3, 15) con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras (cf. Rom., 2, 6-7). A su tiempo llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo (cf. Gén., 12, 2-3), al que después de los Patriarcas instruyó por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio. 

Cristo, culmen de la revelación
4. Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, "últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Heb., 1, 1-2), pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (cf. Jn., 1, 1-18); Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado a los hombres"[3], "habla palabras de Dios" (Jn., 3, 34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn., 5, 36; 17, 4). Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre (cf. Jn., 14, 9),- con toda su presencia y manifestación de sí mismo, con sus palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, con el envío, finalmente, del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con testimonio divino que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna.

La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva nunca pasará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim., 6, 14; Tit., 2, 13). 

La revelación hay que recibirla con fe
5. Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe" (Rom., 16, 26; cf. Rom., 1, 5; 2 Cor., 10, 5-6), por la que el hombre se entrega libre y totalmente a Dios, prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad"[4] y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El. Para profesar esta fe necesitamos la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad"[5]. Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones. 

Las verdades reveladas
6. Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a sí mismo y manifestar los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, "para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana"[6].

Confiesa el Santo Concilio "que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con seguridad por la luz natural de la razón humana, partiendo de las criaturas" (cf. Rom., 1, 20); pero enseña que hay que atribuir a su revelación "el que todos, aun en la presente condición del género humano, puedan conocer fácilmente, con firme certeza y sin ningún error, las cosas divinas que por su naturaleza no son inaccesibles a la razón humana"[7].

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