30. PECULIARIDAD
El Santo Sínodo, una vez declaradas las
funciones de la Jerarquía, vuelve gozosamente su espíritu hacia el estado de
los fieles cristianos llamados laicos. Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios,
se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos; sin embargo, a los
laicos, hombres y mujeres, en razón de su
condición y misión, les corresponden ciertas
particularidades cuyos fundamentos, por las especiales circunstancias de
nuestro tiempo, hay que considerar más profundamente. Los sagrados Pastores
conocen muy bien la importancia de la contribución de los laicos al bien de
toda la Iglesia. Pues saben que ellos no fueron constituidos por Cristo para
asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia para con el mundo,
sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal
manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen
unánimemente a la obra común. Es necesario, por tanto, que todos
"abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel
que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por
todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada
miembro, crece y se perfecciona en la caridad" (Ef. 4, 15-16).
31. QUE SE ENTIENDE POR LAICOS
Por el nombre de laicos se entiende aquí todos
los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden
sagrado y los que viven en estado religioso reconocido por la Iglesia, es
decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el
bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la
función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, según sus
posibilidades, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el
mundo.
El carácter secular es propio y peculiar de
los laicos. Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden
ocuparse de asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están
ordenados principal y directamente al sagrado ministerio, por razón de su
vocación particular, en tanto que los religiosos, por su estado, dan un
preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni
ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos pertenece
por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios,
los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las
actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida
familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están
llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu
evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la
santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás,
brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, su esperanza y
caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los
asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera, que
se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y
sean para la gloria del Creador y Redentor.
32. UNIDAD EN LA DIVERSIDAD
La Iglesia santa, por voluntad divina, está
ordenada y se rige con admirable variedad. "Pues a la manera que en un
solo cuerpo tenemos muchos miembros y todos los miembros no tienen la misma
función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo y todos
miembros los unos de los otros" (Rom. 12, 4-5).
El pueblo elegido de Dios es uno: "Un
Señor, una fe, un bautismo" (Ef., 4, 5); común dignidad de los miembros
por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la
perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad. En Cristo y en
la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o nacimiento,
condición social o sexo, porque "no hay Judío ni Griego: no hay siervo o
libre: no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en
Cristo Jesús" (Gál., 3, 28; cf. Col., 3, 11).
Aunque no todos en la Iglesia van por el mismo
camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado la
misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe., 1, 1). Y si es cierto que algunos,
por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores,
dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera
igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos
los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el
Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios, lleva consigo
la unión, puesto que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí
por unión recíproca; los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del
Señor, pónganse al servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles, y
estos últimos, a su vez, asocien su trabajo con el de los Pastores y doctores.
De este modo, en la diversidad, todos dan testimonio de la admirable unidad en
el Cuerpo de Cristo: pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones
congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque "todas estas cosas son
obra del único e idéntico Espíritu" (1 Cor., 12, 11).
Si, pues, los seglares, por dignación divina,
tienen a Jesucristo por hermano, que siendo Señor de todas las cosas, vino, sin
embargo, a servir y no a ser servido (cf. Mat., 20, 28), así también tienen por
hermanos a quienes, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando,
santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan la familia de
Dios de tal modo que se cumpla por todos el mandato nuevo de la caridad. A este
respecto, dice hermosamente San Augustín: "Si me aterra, el hecho de que
soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con vosotros. Para
vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el nombre del
cargo, éste el de la gracia; aquél, el del peligro; éste, el de la
salvación"[112].
33. EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS
Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y
constituidos en un solo Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza cualesquiera que
sean, están llamados, como miembros vivos, a procurar el crecimiento de la
Iglesia y su perenne santificación con todas sus fuerzas, recibidas por
beneficio del Creador y gracia del Redentor.
El apostolado de los laicos es la
participación en la misma misión salvífica de la Iglesia y a él todos están
destinados por el mismo Señor en razón del bautismo y de la confirmación. Por
los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se comunica y se
nutre aquella caridad hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo
apostolado. Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a hacer
presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no
puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos[113]. Así, pues, todo
laico, por los mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo
y al mismo tiempo en instrumento vivo de la misión de la misma Iglesia "en
la medida del don de Cristo" (Ef., 4, 7).
Además de este apostolado, que incumbe
absolutamente a todos los fieles, los laicos pueden también ser llamados de
diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la
Jerarquía[114], como aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo
en la evangelización, trabajando mucho para el Señor (cf. Filp., 4, 3; Rom. 16,
3 s.). Por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe el ejercicio de
determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos
colaborar en la hermosa empresa de que el divino designio de salvación alcance
más y más a todos los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra.
Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la medida de sus fuerzas y de
las necesidades de los tiempos, participen también ellos, celosamente, en la
obra salvadora de la Iglesia.
34. CONSAGRACIÓN DEL MUNDO
Cristo Jesús, Supremo y eterno sacerdote,
deseando continuar su testimonio y su servicio por medio también de los laicos,
los vivifica con su Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a toda obra
buena y perfecta.
Pero a aquellos a quienes asocia íntimamente a
su vida y misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal, en orden
al ejercicio del culto espiritual, para gloria de Dios y salvación de los
hombres. Por eso los laicos, ya que están consagrados a Cristo y ungidos por el
Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en
ellos se produzcan cada vez más abundantes los frutos del Espíritu. Pues todas
sus obras, preces e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el
trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el
Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se
convierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por
Jesucristo" (1 Pe., 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la
oblación del cuerpo del Señor, se ofrecen piadosísimamente al Padre. Así
también los laicos, en cuanto adoradores, obrando santamente en todo lugar,
consagran a Dios el mundo mismo.
35. EL TESTIMONIO DE SU VIDA
Cristo, Profeta grande, que con el testimonio
de su vida y con la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su
misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de
la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio
de los laicos, a quienes por eso constituye testigos y les ilumina con el
sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Hech., 2, 17-18; Apoc., 19,
10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y
social. Ellos se muestran como hijos de la promesa, cuando fuertes en la fe y
la esperanza, aprovechan el tiempo presente (cf. Ef., 5, 16; Col., 4, 5) y
esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rom., 8, 25). Pero que no escondan
esta esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla con una continua
conversión y lucha "contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra
los espíritus malignos" (Ef., 6, 12) incluso a través de las estructuras
de la vida secular.
Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con
los que se nutre la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo
nuevo y la tierra nueva (cf. Apoc., 21, 1), así los laicos se hacen valiosos
pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf. Hebr., 11, 1), si
asocian, sin desmayo, a la vida de fe, la profesión de la fe. Esta
evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de
la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia
por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en
el mundo.
En este quehacer es de gran valor aquel estado
de vida que está santificado por un especial sacramento, es decir, el estado de
vida matrimonial y familiar. Allí se da un ejercicio y una hermosa escuela para
el apostolado de los laicos donde la religión cristiana penetra toda la
institución de la vida y la transforma más cada día. Allí los cónyuges tienen
su propia vocación para que sean el uno para el otro y para sus hijos testigos
de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto tanto las
presentes virtudes del Reino de Dios, como la esperanza de la vida bienaventurada.
Y así, con su ejemplo y testimonio, acusa al mundo de pecado e ilumina a los
que buscan la verdad.
Por tanto, los laicos, también cuando se
ocupan de las cosas temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa en
orden a la evangelización del mundo. Porque si bien algunos de entre ellos, al
faltar los sagrados ministros o estar impedidos éstos en caso de persecución,
les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de sus facultades, y
aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo apostólico, es
preciso, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento del Reino
de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente por conocer
más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don
de la sabiduría.
36. EN LAS ESTRUCTURAS HUMANAS
Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por
eso exaltado por el Padre (cf. Filp., 2, 8-9), entró en la gloria de su reino;
a El están sometidas todas las cosas hasta que El se someta a Sí mismo y todo
lo creado al Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Cor., 15,
27-28). Tal potestad la comunicó a sus discípulos para que quedasen
constituidos en una libertad regia y con su abnegación y vida santa vencieran
en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom., 6, 12), más aún, sirviendo a Cristo
también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos hasta
aquel Rey, a quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino
también por mediación de los fieles laicos; un reino de verdad y de vida, un
reino de santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz[115], en
el cual la misma criatura quedará libre de la servidumbre de la corrupción para
pasar a participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rom., 8,
21). Grande, realmente, es la promesa y grande el mandato que se da a los
discípulos: "Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo y
Cristo es de Dios" (1 Cor., 3, 23).
Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza
íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios, y
además deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares,
para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se informe del espíritu
de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz.
En el cumplimiento de este deber en el ámbito universal, corresponde a los
laicos el puesto principal. Procuren, pues, seriamente, por su competencia en
los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de
Cristo, contribuir eficazmente a que los bienes creados se desarrollen al
servicio absolutamente de todos los hombres, y se distribuyan mejor entre
ellos, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el
trabajo humano, la técnica y la cultura civil, y en su medida, conduzcan al
progreso universal en la libertad cristiana y humana. Así Cristo, a través de
los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la
sociedad humana.
Además, los seglares han de procurar, uniendo
también sus fuerzas, sanear las instituciones y las condiciones del mundo, si
en algún caso incitan al pecado, de modo que todas se conformen a las normas de
la justicia y favorezcan, más bien que impidan, la práctica de las virtudes.
Obrando así informarán de sentido moral la cultura y las obras humanas. De esta
manera se dispone mejor el campo del mundo para la siembra de la divina
palabra, y a la vez se abren más las puertas de la Iglesia por las que ha de
entrar en el mundo el mensaje de la paz.
En razón de la misma economía de la salvación,
los fieles han de aprender diligentemente a distinguir entre los derechos y
obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos
otros que les competen como miembros de la sociedad humana. Procuren
armonizarlos entre sí, recordando que, en cualquier asunto temporal, deben
guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna actividad humana, ni
siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios. En nuestro
tiempo, concretamente, es de la mayor importancia que esta distinción y esta
armonía brillen con suma claridad en el comportamiento de los fieles para que
la misión de la Iglesia pueda responder mejor a las circunstancias particulares
del mundo de hoy. Porque, así como se debe reconocer que la ciudad terrena,
dedicada justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios
propios, del mismo modo se rechaza con toda razón la infausta doctrina que
intenta construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que
ataca o destruye la libertad religiosa de los ciudadanos[116].
37. RELACIONES CON LA JERARQUÍA
Los seglares, como todos los fieles
cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia[117] de los sagrados
Pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los
auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos; y manifiéstenles, con
aquella libertad y confianza propia de hijos de Dios y de hermanos en Cristo,
sus necesidades y sus deseos. En la medida de la ciencia, de la competencia y
del prestigio que poseen, tienen el derecho, y en algún caso la obligación, de
manifestar su parecer[118] sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de
la Iglesia. Hágase esto, si las circunstancias lo requieren, mediante las
instituciones establecidas al efecto por la Iglesia, y siempre con veracidad,
fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón
de su oficio sagrado, representan a Cristo.
Procuren los seglares, como los demás fieles,
siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a
todos los hombres el gozoso camino de la libertad de los hijos de Dios, aceptar
con prontitud y cristiana obediencia todo lo que los sagrados Pastores, como
representantes de Cristo, establecen en la Iglesia actuando de maestros y de
gobernantes. Y no dejen de encomendar en sus oraciones a sus Prelados, para
que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta de nuestras
almas, cumplan esto con gozo y no gimiendo (cf. Heb., 13, 17).
Los sagrados Pastores, por su parte,
reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la
Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus prudentes consejos, encárguenles, con
confianza, tareas en servicio de la Iglesia y déjenles libertad y campo de
acción, e incluso denles ánimo para que ellos, espontáneamente, asuman tareas
propias. Consideren atentamente en Cristo, con afecto paterno[119], las
iniciativas, las peticiones y los deseos propuestos por los laicos. Y reconozcan
cumplidamente los Pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la
sociedad temporal.
De este trato familiar entre Laicos y Pastores
se deben esperar muchos bienes para la Iglesia; porque así se robustece en los
seglares el sentido de su propia responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se
asocian con mayor facilidad las fuerzas de los fieles a la obra de los
Pastores. Pues estos últimos, ayudados por la experiencia de los laicos, pueden
juzgar más exacta y acertadamente lo mismo los asuntos espirituales que los
temporales, de suerte que la Iglesia entera, fortalecida por todos sus
miembros, pueda cumplir con mayor eficacia su misión en favor de la vida del
mundo.
38. COMO EL ALMA EN EL CUERPO
Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de
la resurrección y de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y señal del Dios vivo.
Todos unidos y cada uno por su parte, deben alimentar al mundo con frutos
espirituales (cf. Gál., 5, 22) e infundirle aquel espíritu del que están
animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor, en el
Evangelio, proclamó bienaventurados (cf. Mt., 5, 3-9). En una palabra, "lo
que es el alma en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el
mundo"[120].
[112] S. Agustín, Serm., 340, 1: PL 38, 1483.
[113] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Quadragesimo
anno, 15 mayo 1931: AAS 23 (1931), p. 221 s. Pío XII, Aloc. De quelle consolation, 14 oct. 1951: AAS
43 (1951), p. 790 s.
[114] Cf. Pío XII. Aloc. Six ans se sont écoulés, 5 oct. 1957: AAS 49
(1957), p. 927. Acerca del "mandato" y misión
canónica, cf. Decreto De Apostolada laicorum, cap. IV, n. 16, con las notas 12
y 15.
[115] Del Prefacio de la fiesta de
Cristo Rey.
[116] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Immortale Dei, 1 nov. 1885, AAS 18
(1885), p. 166 ss. Idem. Litt. Encycl. Sapientiae
christianae, 10 enero 1890: ASS 22 (1889-90), p. 397 ss. Pío XII. Aloc. Alla
vostra filiale, 23 marzo 1958: AAS 50 (1958), p. 220: "el legítimo sano
laicismo del Estado".
[117] Cod. Iur. Can., can. 682.
[118] Cf. Pío XII, Aloc. De quelle
consolation, 1, c., p. 789: "En las batallas decisivas, es muchas veces
del frente, de donde salen las más felices iniciativas...". Idem, Aloc.
L'importance de la prese catholique, 17 febr. 1950: AAS 42 (1950), página 256.
[119] Cf. I Tes., 5, 19 et 1 Jn., 4, 1.
[120] Epist. ad Diognetum, 6: ed. Funk, I, p. 400. Cf.
S. Juan Crisóstomo, In Mt. Hom., 46 (47), 2: PG 58, 478, sobre la levadura en
la masa.
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