CAPITULO VII: INDOLE ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL

48.       ÍNDOLE ESCATOLÓGICA DE NUESTRA VOCACIÓN EN LA IGLESIA
La Iglesia, a la que todos somos llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Hech., 3, 21) y cuando, con el género humano, también el
Universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, sea perfectamente renovado (cf. Ef., 1, 10; Col., 1, 20; 2 Pe., 3, 10-13).

Y ciertamente Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn., 12, 32 gr.); resucitando de entre los muertos (cf. Rom., 6, 9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo, que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos, comienza ya en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Filp., 2, 12).

El fin de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor., 10, 11) y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia aun en la tierra se reviste de una verdadera, si bien imperfecta santidad. Sin embargo, mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe., 3, 13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom., 8, 22 y 19).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es prenda de nuestra herencia" (Ef., 1, 14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn., 3, 1); pero todavía no hemos aparecido con Cristo en aquella gloria (cf. Col., 3, 4) en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn., 3, 2). Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el desierto, lejos del Señor" (2 Cor., 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom., 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Filp., 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor., 5, 15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor., 5, 9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef., 6, 11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, debemos vigilar constantemente, como nos avisa el Señor, para que, terminado el curso único de nuestra vida terrena (cf. Heb., 9, 27), si queremos entrar con El a las nupcias, merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25, 31-46); no sea que como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt., 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt., 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt., 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal" (2 Cor., 5, 10); y al fin del mundo "saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida, los que obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn., 5, 29; cf. Mt., 25, 46). Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom., 8, 18; cf. 2 Tim., 2, 11-12), con fe firme, esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tit., 2, 13), quien "transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Filp., 3, 21) y vendrá "para ser glorificado en sus santos y para ser la admiración de todos los que han tenido fe" (2 Tes., 1, 10).

49.       COMUNIÓN DE LA IGLESIA CELESTIAL CON LA IGLESIA PEREGRINANTE
Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles (cf. Mt., 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Cor., 15, 26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es[147]; mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos un mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu, forman una sola Iglesia y con El están mutuamente unidos (cf. Ef., 4, 16). Así que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales[148]. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que Ella misma ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Cor., 12, 12-27)[149] por nosotros ante el Padre[150], presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (1 Tim., 2, 5), los méritos que en la tierra alcanzaron, sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col., 1, 24)[151]. Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.

50.       RELACIONES DE LA IGLESIA PEREGRINANTE CON LA IGLESIA CELESTIAL
La Iglesia de los viadores desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos[152] y ofreció también sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Mac., 12, 46). Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos: a ellos junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, los veneró con peculiar afecto[153] e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos luego se unieron también aquellos otros que habían imitado[154] más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y en fin otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas[155] y cuyos divinos carismas hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles[156].

En efecto, al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. Heb., 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo, en medio de las cosas mudables de este mundo, se nos muestra el camino más seguro, conforme al propio estado y condición de cada uno por donde podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, o sea, a la santidad[157]. Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro, en la vida de aquellos que, siendo hombres como nosotros, con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo (cf. 2 Cor., 3, 18). En ellos El mismo es quien nos habla y nos ofrece un signo de ese Reino suyo[158] hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan gran nube de testigos en torno (cf. Heb., 12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.

Pero no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más para que la unión de la Iglesia en el Espíritu quede corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef., 4, 1-6). Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios[159]. Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ellos[160], "invoquémoslos humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios"[161]. En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la "corona de todos los Santos"[162] y por El a Dios, que es admirable en sus Santos y en ellos es glorificado[163].

Pero nuestra más alta forma de unión con la Iglesia celestial se realiza especialmente cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos con fraterna alegría la alabanza de la Divina Majestad[164], y todos los redimidos por la Sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Apoc., 5, 9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico, es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión y veneración de la memoria de la gloriosa Virgen María, en primer lugar, y del bienaventurado José y de los bienaventurados Apóstoles, de los Mártires y de todos los Santos[165].

51.       EL CONCILIO ESTABLECE DISPOSICIONES PASTORALES
Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo propone los decretos de los sagrados Concilios Niceno II[166], Florentino[167] y Tridentino[168]. Junto con esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde, a que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que acaso en diversos sitios se hubieren introducido y restauren todo conforme a la mejor alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores, cuanto en la intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión"[169]. Explíquenles por otro lado que nuestro trato con los bienaventurados, si se considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo enriquece ampliamente[170].

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo (cf. Heb., 3, 6), al unirnos en una mutua caridad y en una misma alabanza de la santísima Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo[171]. Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la Ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf. Apoc., 21, 24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suprema felicidad del amor, adorará a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Apoc., 5, 12), aclamando todos a una voz: "Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza, el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Apoc., 5, 13-14).

[147] Conc. de Florencia. Decretum pro Graecis: Denz., 693 (1305).
[148] Además de los documentos más antiguos que prohiben cualquier forma de evocación de los espíritus ya desde Alejandro IV (27 septiembre 1258), cf. Encycl. S. S. C. S. Oficio, De magnetismi abusu, 4 agos. 1856: AAS (1865), pp. 177-178. Denz., 1653-1654 (2823-2825); respuesta S. S. C. S. Oficio, 23 abr. 1917: AAS 9 (1917), p. 268. Denz., 2182 (3642).
[149] Véase una exposición sintética de esta doctrina paulina en: Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), página 200 y passim.
[150] Cf., i. a., S. Agustín, Enarr. in Ps., 85, 24: PL 37, 1099. S. Jerónimo, Liber contra Vigilantium, 6: PL 23, 344. Sto. Tomás, In 4m Sent., d 45, q. 3, a. 2. S. Buenaventura, In 4m Sent., d. 45, a. 3. q. 2, etc.
[151] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 245.
[152] Cf. Muchísimas inscripciones en las Catacumbas romanas.
[153] Cf. Gelasio I, Decretal De libris recipiendis, 3: PL 59, 160. Denz., 165 (353).
[154] Cf. S. Metodio, Symposion, VII, 3: GCS (Bonwetsch), p. 74.
[155] Cf. Benedicto XV, Decretum approbationis virtutum in Causa beatificationis et canonizationis Servi Dei Ioannis Nepomuceni Neumann: AAS 14 (1922), p. 23; muchas alocuciones de Pío XII sobre los Santos: Inviti all'eroismo. Discorsi... t. I-III Roma 1941-1942, passim; Pío XII, Discorsi e Radiomessaggi, t. 10, 1949, pp. 37-43.
[156] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei: AAS 39 (1947), p. 581.
[157] Cf. Heb., 13, 7; Eccli., 44-50; Hebr., 11, 3-40. Cf. también Pío XII. Litt. Encycl. Mediator Dei: AAS 39 (1947), pp. 582-583.
[158] Cf. Conc. Vaticano I, Const. De fide catholica, cap. 3. Denz., 1794 (3013).
[159] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 216.
[160] En cuanto a la gratitud para con los Santos, cf. E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres, I. Berlin, 1925, nn. 2008, 2382 y passim.
[161] Conc. Tridentino Ses. 25. De invocatione... Sanctorum: Denz, 984 (1821).
[162] Brevario Romano. Invitatorium in festo Sanctorum Omnium.
[163] Cf. v. g., II Tes., 1, 10.
[164] Conc. Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, cap. 5, número 104.
[165] Canon de la Misa Romana.
[166] Conc. Niceno II, Act. VII: Denz., 302 (600).
[167] Conc. Florentino, Decretum pro Graecis: Denz., 693 (1304).
[168] Conc. Tridentino, Ses. 25, De invocatione, veneratione et reliquiis Sanctorum et sacris imaginibus: Denz. 984-988 (1821-1824); Ses. 25, Decretum de Purgatorio: Denz., 983 (1820); Ses. can. 30: Denz., 840 (1580).
[169] Del Prefacio, concedido a algunas diócesis.
[170] Cf. S. Pedro Canisio, Catechismus Maior seu Summa Doctrinae christianae, cap. III (ed. crit. F. Streicher), Pars I, pp. 15-16, n. 44 y pp. 100-101, n. 49.
[171] Cf. Conc. Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, capítulo I, n. 8.

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