PAULO OBISPO
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS,
JUNTO CON LOS PADRES DEL SACROSANTO CONCILIO PARA
PERPETUA MEMORIA
1.
INTRODUCCIÓN
Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado Concilio, congregado
bajo la acción del Espíritu Santo, desea ardientemente que su claridad, que
brilla sobre el rostro de la Iglesia, ilumine a todos los hombres por medio del
anuncio del Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16, 15). Y como la Iglesia es
en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios
y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los
Concilios anteriores, se propone declarar con mayor precisión a sus fieles y a
todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las condiciones de estos
tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos
los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de relaciones sociales,
técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.
2. LA VOLUNTAD DEL PADRE ETERNO SOBRE LA SALVACIÓN UNIVERSAL
El Padre Eterno creó el
mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su
bondad; decretó elevar a los hombres a la participación de su vida divina y,
caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su ayuda,
en atención a Cristo Redentor, "que es la imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura" (Col., 1, 15). A todos los elegidos desde
toda la eternidad el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a ser
conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre
muchos hermanos" (Rom., 8, 29). Determinó convocar a los creyentes en
Cristo en la Santa Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo,
preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo
Testamento[1], constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión
del Espíritu Santo, y que se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos.
Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos descendientes de
Adán, "desde Abel el justo hasta el último elegido"[2], se
congregarán junto al Padre en una Iglesia universal.
3. MISIÓN Y OBRA DEL HIJO
Vino, pues, el Hijo,
enviado por el Padre, que nos eligió en El antes de la creación del mundo, y
nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se complugo restaurar todas
las cosas (cf. Ef., 1, 4-5 y 10). Por eso Cristo, para cumplir la voluntad del
Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y
efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente
ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios.
Comienzo y expansión significada de nuevo por la sangre y el agua que manan del
costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn., 19, 34) y preanunciadas por las
palabras de Cristo alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere
levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn., 12, gr.). Cuantas veces
se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, "en el cual nuestra
Pascua, Cristo, ha sido inmolada" (1 Cor., 5, 7), se efectúa la obra de
nuestra redención. Al proprio tiempo en el sacramento del pan eucarístico se
representa y se reproduce la unidad de los fieles, que constituyen un solo
cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor., 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta
unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia
quien caminamos.
4. EL ESPÍRITU, SANTIFICADOR DE LA IGLESIA
Consumada, pues, la obra
que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf. Jn., 17, 4) fue enviado el
Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que continuamente santificara a
la Iglesia, y de esta forma los creyentes pudieran acercarse por Cristo al
Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2, 18). El es el Espíritu de la vida, o la
fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4, 14; 7, 38-39), por
quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en
Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom., 8, 10-11). El Espíritu habita en la
Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1 Cor., 3, 16; 6,
19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cf. Gál., 4, 6; Rom.,
8, 15-16 y 26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y
enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef. 4, 11-12; 1 Cor. 12, 4;
Gál., 5, 22), a la que guía hacia toda verdad (cf. Jn., 16, 13) y unifica en
comunión y ministerio. Con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la
Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su
Esposo[3]. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:
"[exclamdown]Ven!" (cf. Apoc., 22, 17). Así se manifiesta toda la
Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo"[4].
5. EL REINO DE DIOS
El misterio de la santa
Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a
su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios prometido
muchos siglos antes en las Escrituraas: "Porque el tiempo se cumplió y se
acercó el Reino de Dios" (Mc., 1, 15; cf. Mt., 4, 17). Ahora bien: este
Reino brilla delante de los hombres por la palabra, por las obras y por la presencia
de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo
(Mc., 4, 14); quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey
(Lc., 12, 32) de Cristo, recibieron el Reino: la semilla va germinando poco a
poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc.,
4, 26-29). Los milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino
sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el poder de Dios, sin duda
que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc., 11, 20; cf. Mt., 12,
28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Hijo del
Hombre, que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos"
(Mc., 10, 45). Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por
los hombres, apareció constituido como Señor, como Cristo y como Sacerdote para
siempre (cf. Hech., 2, 36; Heb., 5, 6; 7, 17-21), y derramó en sus discípulos
el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hech., 2, 33). Por eso la Iglesia,
enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de
caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de
Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en
la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella, en tanto, mientras va
creciendo poco a poco anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas,
y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.
6. LAS VARIAS FIGURAS DE LA IGLESIA
Como en el Antiguo
Testamento la revelación del Reino se propone muchas veces bajo figuras, así
ahora la íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta también bajo
diversas imágenes, tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la
construcción, de la familia y de los esponsales, que ya se vislumbran en los
libros de los profetas. Porque la Iglesia es un "redil", cuya única y
obligada puerta es Cristo (Jn., 10, 1-10). Es también una grey, de la cual Dios
mismo anunció que sería el Pastor (cf. Is., 40, 11; Ez., 34, 11 y ss.) y cuyas
ovejas, aunque aparezcan conducidas por pastores humanos, son guiadas y
nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen Pastor y Jefe de pastores
(cf. Jn., 10, 11; 1 Ped., 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn., 10,
11-16). La Iglesia es "campo de labranza" o arada de Dios (1 Cor., 3,
9). En este campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los
patriarcas, en el cual se efectuó y concluirá la reconciliación de los Judíos y
de los Gentiles (Rom., 11, 13-26). El celestial Agricultor la plantó como viña
elegida (Mat., 21, 33-43 par.: cf. Is., 5, 1 y ss.). La verdadera vid es
Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a
nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia y sin el cual nada
podemos hacer (Jn., 15, 1-5). Muchas veces también la Iglesia se llama
"edificación" de Dios (1 Cor., 3, 9). El mismo Señor se comparó a una
piedra rechazada por los constructores, pero que fue puesta como piedra angular
(Mt., 21, 42 par.; cf. Hech., 4, 11; 1 Pe., 2, 7; Salm., 117, 22). Sobre aquel
fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (cf. 1 Cor., 3, 11) y de él recibe
firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de
Dios, (1 Tim., 3, 15) en que habita su "familia", habitación de Dios
en el Espíritu (Ef., 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (Apoc., 21, 3) y
sobre todo "templo" santo, que los Santos Padres celebran
representado con los santuarios de piedra, y en la liturgia se compara
justamente a la Ciudad santa, la nueva Jerusalén[5]. Porque de ella formamos
parte aquí en la tierra como piedras vivas (1 Pe., 2, 5). San Juan, en la
renovación final del mundo, contempla esta ciudad que baja del cielo, de junto
a Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Apoc., 21, 1 y
s.). La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén celestial" y
"madre nuestra" (Gál., 4, 26; cf. Apoc., 12, 17), se representa como
la inmaculada "esposa" del Cordero inmaculado (Apoc., 19, 1; 21, 2 y
9; 22, 17), a la que Cristo "amó y se entregó por ella, para santificarla"
(Ef., 5, 26), a la que unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la
"alimenta y cuida" (Ef., 5, 29), y a la que, limpia de toda mancha,
quiso unida a sí y sujeta por el amor y la fidelidad (cf. Ef., 5, 24), a la
que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros celestiales, para que podamos
comprender la caridad de Dios y de Cristo para con nosotros, que supera todo
conocimiento (cf. Ef., 3, 19). Pero mientras la Iglesia peregrina en esta
tierra lejos del Señor (cf. 2 Cor., 5, 6), se considera como desterrada, de
forma que busca y aspira a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la
diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios,
hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3, 1-4).
7. LA IGLESIA, CUERPO MISTICO DE CRISTO
El Hijo de Dios,
encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una
nueva criatura (cf. Gál., 6, 15; 2 Cor., 5, 17), superando la muerte con su
muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes,
los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu. La vida
de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y
realmente a Cristo paciente y glorificado por medio de los sacramentos[6]. Por
el bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros
hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo" (1
Cor., 12, 13). Rito sagrado con que se representa y efectúa la unión con la
muerte y resurrección de Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el
bautismo, para participar en su muerte", mas si "hemos sido
injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su
resurrección" (Rom., 6, 4-5). En la fracción del pan eucarístico,
participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una comunión con El
y entre nosotros mismos. Puesto que hay un solo pan, aunque somos muchos,
formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1
Cor., 10, 17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su Cuerpo (cf. I
Cor., 12, 27), "pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12, 5).
Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen
un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1 Cor., 12, 12). También en la constitución
del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de funciones. Uno mismo es el
Espíritu, que distribuye sus diversos dones, para el bien de la Iglesia, según
su riqueza y la diversidad de las funciones (cf. 1 Cor., 12, 1-11). Entre todos
estos dones sobresale la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad subordina el
mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf. 1 Cor., 14). Unificando el
cuerpo, el mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la interna conexión de
los miembros, produce y estimula la caridad entre los fieles. Por tanto, si un
miembro sufre, todos los miembros sufren con él; o si un miembro es honrado,
gozan juntamente con él todos los miembros (cf. 1 Cor., 12, 26). La Cabeza de
este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible, y en El fueron
creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la
cabeza del cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los
muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (cf. Col., 1, 15-18).
El domina con la excelsa grandeza de su poder los cielos y la tierra y con su
eminente perfección y con su acción colma de riquezas todo su cuerpo glorioso
(cf. Ef., 1, 18-23)[7]. Es necesario que todos los miembros se asemejen a El
hasta que Cristo quede formado en ellos (cf. Gál., 4, 19). Por eso somos
incorporados a los misterios de su vida, conformes con El, muertos y
resucitados juntamente con El, hasta que reinemos con El (cf. Filp., 3, 21; 2
Tim., 2, 11; Ef., 2, 6; Col., 2, 12, etc.). Peregrinos todavía sobre la tierra,
siguiendo sus huellas en el sufrimiento o en la persecución, nos unimos a sus
dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser con El
glorificados (cf. Rom., 8, 17). Por El "el cuerpo entero, alimentado y
trabado por las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino"
(Col., 2, 19). El dispensa constantemente en su cuerpo, es decir, en la
Iglesia, los dones para las funciones con los que por virtud de El mismo nos
ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad en la
caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef.,
4, 11-16). Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef., 4, 23),
nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en
los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su
operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza
el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano[8]. Cristo, por cierto,
ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que amando a su mujer
ama su propio cuerpo (cf. Ef., 5, 25-28); pero la Iglesia, por su parte, está
sujeta a su Cabeza (ibid., 23-24). "Porque en El habita corporalmente toda
la plenitud de la divinidad" (Col., 2, 9), colma de bienes divinos a la
Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef., 1, 22-23), para que ella
anhele y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef., 3, 19).
8. LA IGLESIA, VISIBLE Y ESPIRITUAL A UN TIEMPO
Cristo, Mediador único,
estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este
mundo como una trabazón visible y la sustenta constantemente [9], y por ella
comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos
jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la reunión visible y la comunidad
espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no
han de considerarse como dos cosas, porque forma una realidad completa,
constituida por un elemento humano y otro divino[10]. Por esta profunda
analogía se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza
asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El indisolublemente
unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de
Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf. Ef., 4, 16)[11].
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa,
católica y apostólica [12], la que nuestro Salvador confió después de su
resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn., 24, 17), confiándole a él y a
los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt., 28, 18, etc.), y la erigió
para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (I Tim., 3,
15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad,
subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los
Obispos en comunión con él[13], aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos
elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de
Cristo, inducen hacia la unidad católica. Mas como Cristo cumplió la redención
en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo
camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús,
"existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma
de siervo" (Filp., 2, 6) y por nosotros "se hizo pobre, siendo
rico" (2 Cor., 8, 9); así la Iglesia aunque en el cumplimiento de su
misión exige recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de
este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su
ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres, y
levantar a los oprimidos" (Lc., 4, 18), "para buscar y salvar lo que
estaba perdido" (Lc., 19, 10); de manera semejante la Iglesia abraza a
todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y
en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en
aliviar sus necesidades, y pretende servir en ellos a Cristo. Pues mientras
Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb., 7, 26) no conoció el pecado (2 Cor.,
5, 21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf. Heb., 2, 17),
la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo
que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación. La Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo
y los consuelos de Dios"[14], anunciando la cruz y la muerte del Señor,
hasta que El venga (cf. 1 Cor., 11, 26). Se vigoriza con la fuerza del Señor
resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y
dificultades internas y externas, y manifiesta fielmente en el mundo el
misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se
descubra con todo esplendor.
[1] Cf. S.
Cipriano, Epist. 64, 4; PL 3, 1.017. CSEL (Hartel) III B. p. 720 S. Hilario
Pict., In Mt., 23, 6: PL 9, 1.047. S. Agustín, passim. S. Cirilo Alej., Glaph.
in Gen. 2, 10: PG 69, 110 A.
[2] Cf. S. Gregorio
M., Hom. in Evang., 19, 1: PL 76 1.154 B. S. Agustín, Serm., 341, 9, 11: PL 39,
1.499 s. S. Juan Damasceno, Adv. Iconocl., 11: PG 96, 1.357.
[3] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 24, 1; PG 7, 966. Harvey, 2, 131: ed.
Sagnard. Sources Chr., p. 398.
[4] S. Cipriano, De Orat. Dom., 23: PL 4, 553. Hartel, III A. p. 285. S.
Agustín, Serm., 71, 20, 53: PL 38, 463 s. S. Juan Damasceno, Adv. Iconocl., 12:
PG 96, 1.358 D.
[5] Cf. Orígenes. In Mt., 16, 21: PG 13, 1.443 C: Tertuliano Adv. Mar.,
3, 7: PL 2, 357 C: CSEL 47, 3, p. 386. Cf. Sacramentarium Gregorianum: PL 76,
160 B. Vel. C. Mohlberg, Liber Sacramentorum romanae ecclesiae. Roma, 1960, p.
111 XC: "Deus qui ex omni coaptatione sanctorum aeternum tibi condis
habitaculum...". Himno Urbis Ierusalem beata en el Breviario monástico, y
Caelestis urbs Ierusalem en el Breviario Romano.
[6] Cf. Sto. Tomás,
Summa Theol., III, q. 62, a. 5, ad 1.
[7] Cf. Pío XII,
Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), p. 208.
[8] Cf. León XIII,
Epist. Encycl. Divinum illud, 9 mayo
1897: AAS 29 (1896-1807), p. 650. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, l.
c., pp. 219-220. Denz., 2.288 (3807), S. Agustín, Serm., 268, 2: PL 38, 1.232,
y en otros sitios. S. Crisóstomo, In Eph. Hom., 9, 3: PG 62, 72. Dídimo Alej.,
Trin., 2, 1: PG 39, 449 s. Sto. Tomás, In Col., 1, 18, lect. 5; ed. Marietti,
II, número 46: "Así como se constituye un solo cuerpo por la unidad del
alma, así la Iglesia por la unidad del Espíritu...".
[9] León XIII,
Litt. Encycl. Sapientiae christianae, 10 jun. 1890: ASS 22 (1889-90), p. 392.
Id. Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), pp. 710 y
724 ss Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, l. c., pp. 199-200.
[10] Cf. Pío XII.
Litt. Encycl. Mystici Corporis, l. c.,
página 221 ss. Id.
Litt. Encycl. Humani generis, 12 agos. 1950: AAS 42 (1950), p. 571.
[11] León XIII,
Epist. Encycl. Satis cognitum, l. c. p. 713.
[12] Cf. Symbolum
Apostolicum: Denz., 6-9 (10-13): Symb. Nic. - Const.: Denz., 86 (41): coll. Prof. fidei Trid.: Denz., 994 et 999 (1862 et 1868).
[13] Se llama "Santa (católica apostólica) Romana Iglesia": en
Prof. fidei Trid., 1, c., et Conc. Vat. I. Ses. III. Const. dogm. de fide
cath.: Denz., 1782 (3001).
[14] S. Agustín, Civ. Dei., XVIII, 51, 2: PL 41, 614.
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