9. NUEVO PACTO Y NUEVO PUEBLO
En todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que
le temen y practican la justicia (cf. Hech., 10, 35). Quiso, sin embargo, el
Señor santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí,
sino constituir con ellos un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera
santamente. Eligió como
pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente, manifestándosele a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor me conocerán, afirma el Señor" (Jer., 31, 31-34). Pacto nuevo que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11, 25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se fundiera en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de un germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1 Ped., 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3, 5-6), constituyen por fin "un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo de su patrimonio... que en un tiempo no era ni siquiera un pueblo y ahora es pueblo de Dios" (1 Pe., 2, 9-10).
pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente, manifestándosele a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor me conocerán, afirma el Señor" (Jer., 31, 31-34). Pacto nuevo que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11, 25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se fundiera en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de un germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1 Ped., 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3, 5-6), constituyen por fin "un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo de su patrimonio... que en un tiempo no era ni siquiera un pueblo y ahora es pueblo de Dios" (1 Pe., 2, 9-10).
Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza de Cristo,
"que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra
salvación" (Rom., 4, 25), y habiendo conseguido un nombre que está sobre
todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. Tiene por condición la dignidad
y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo
como en un templo. Tiene por ley el mandato del amor, como el mismo Cristo nos
amó (cf. Jn., 13, 14). Tiene últimamente como fin la dilatación del Reino de
Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El
mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (cf.
Col., 3, 4), y "la misma criatura será libertada de la servidumbre de la
corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios"
(Rom., 8, 21). Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no abrace a
todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey, es, sin
embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo
el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de
caridad y de verdad, es también como instrumento suyo de la redención universal
y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5,
13-16).
Así como el pueblo de Israel, según la carne,
peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esdr., 13,
1; cf. Núm., 20, 4; Deut., 23, 1 ss.), así el nuevo Israel, que va avanzando en
este mundo en busca de la ciudad futura y permanente (cf. Heb., 13, 14) se
llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16, 18), porque El la adquirió con su
sangre (cf. Hech., 20, 28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios
aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes
que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la
paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea para todos y
cada uno sacramento visible de esta unidad salvífica[15]. Rebasando todos los
límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana para extenderse a
todas las naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de
tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios
que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su
fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no
deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo, hasta que por
la cruz llegue a la luz sin ocaso.
10. EL SACERDOCIO COMÚN
Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres
(cf. Heb., 5, 1-5), hizo de su nuevo pueblo "reino y sacerdote para Dios,
su Padre" (cf. Apoc., 1, 6; 5, 9-10). Pues los bautizados son consagrados
como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del
Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del cristiano ofrezcan
sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las
tinieblas a su luz admirable (cf. 1 Pe., 2, 4-10). Por ello todos los
discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Hech.,
2, 42, 47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios
(cf. Rom., 12, 1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se
la pidiere han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida
eterna (cf. 1 Pe., 3, 15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio
ministerial o jerárquico, aunque distinguiéndose esencial y no sólo
gradualmente, se ordenan el uno al otro, pues cada uno participa de forma
peculiar del único sacerdocio de Cristo[16]. Porque el sacerdote ministerial,
en virtud de la sagrada potestad que posee, forma y dirige al pueblo
sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo,
ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en
virtud de su sacerdocio real, concurren a la oblación de la Eucaristía[17], y
lo ejercen con la recepción de los sacramentos, con la oración y acción de
gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante.
11. EL EJERCICIO DEL SACERDOCIO COMÚN EN LOS SACRAMENTOS
La condición sagrada y orgánicamente constituida de
la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos como por las
virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan
destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados
como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe
que recibieron de Dios por medio de la Iglesia[18]. Por el sacramento de la
confirmación se vinculan más íntimamente a la Iglesia, se enriquecen con una
fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan más
estrechamente[19] a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como
verdaderos testigos de Cristo. Participando del sacrificio eucarístico, fuente
y culmen de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos
juntamente con ella[20]; y así, tanto por la oblación como por la sagrada
comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica no indistintamente,
sino cada uno según su condición. Una vez saciados con el cuerpo de Cristo en
la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios,
aptamente significada y maravillosamente producida por este augustísimo
sacramento.
Los que se acercan al sacramento de la penitencia
obtienen de la misericordia de Dios el perdón de las ofensas hechas a El y al
mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, hirieron; y
ella, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión.
Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los sacerdotes, la
Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren para
que los alivie y los salve (cf. Sant., 5, 14-16); más aún, los exhorta a que,
uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom., 8, 17; Col., 1,
24; 2 Tim., 2, 11-12; 1 Pe., 4, 13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios.
Además, aquellos que entre los fieles tienen el carácter del orden sagrado,
quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la
palabra y con la gracia de Dios. Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud
del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio
de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef., 5, 32), se
ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y
educación de los hijos, y, de esta manera, tienen en su condición y estado de
vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1 Cor., 7, 7)[21]. Pues de esta
unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la
sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por
el bautismo en hijos de Dios, para perpetuar el pueblo de Dios en el decurso de
los tiempos. En esta como Iglesia doméstica los padres han de ser para con sus
hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su
ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno y con especial
cuidado la vocación sagrada.
Los fieles todos, de cualquier condición y estado
que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por
Dios, cada uno por su camino, a la perfección de la santidad con la que el
mismo Padre es perfecto.
12. EL SENTIDO DE LA FE Y DE LOS CARISMAS EN EL PUEBLO CRISTIANO
El Pueblo santo de Dios participa también del don
profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de
fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de
los labios que bendicen su nombre (cf. Heb., 13, 15). La universalidad de los
fieles que tiene la unción del que es Santo (cf. 1 Jn., 2, 20 y 27) no puede
fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el
sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los
Obispos hasta los últimos fieles seglares"[22] manifiesta el asentimiento
universal en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el
Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del
sagrado magisterio, al que sigue fielmente, recibe, no ya la palabra de los
hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes., 2, 13), se adhiere
indefectiblemente a la fe confiada una vez a los santos (cf. Jud., 3), penetra
profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.
Además, el mismo Espíritu Santo, no solamente
santifica y dirige al pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo
enriquece con las virtudes, sino que "distribuyendo sus dones a cada uno
según quiere" (1 Cor., 12, 11), reparte entre toda clase de fieles,
gracias incluso especiales, con las que los dispone y prepara para realizar
variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y más amplia y
provechosa edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno
se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor.,
12, 7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y
comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la
Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones
extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos
con presunción los frutos de los trabajos apostólicos; pero el juicio sobre su
autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que tienen autoridad en la
Iglesia, a quienes sobre todo compete no apagar el Espíritu, sino probarlo todo
y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes., 5, 12 y 19-21).
13. UNIVERSALIDAD Y CATOLICIDAD DEL ÚNICO PUEBLO DE DIOS
Todos los hombres son llamados a formar parte del
Pueblo de Dios. Por lo cual este pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el
mundo entero y todos los tiempos, para cumplir los designios de la voluntad de
Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana, y determinó
congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn., 11,
52). Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal (cf.
Heb., 1, 2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del nuevo
y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu
de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y
cada uno de los creyentes principio de unión y de unidad en la doctrina de los
Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech.,
2, 42, gr.).
Así, pues, entre todas las gentes de la tierra está
el Pueblo de Dios, porque de todas recibe los ciudadanos de su Reino, no
terreno, sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por el haz de la
tierra están en comunión con los demás en el Espíritu Santo, y así "el que
habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros"[23]. Pero
como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18, 36), la Iglesia, o
Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no arrebata a ningún pueblo ningún
bien temporal, sino al contrario fomenta y recoge todas las cualidades,
riquezas y costumbres de los pueblos en cuanto son buenas, y recogiéndolas, las
purifica, las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe recoger
juntamente con aquel Rey a quien fueron dadas en heredad todas las naciones y a
cuya ciudad llevan dones y ofrendas [c. Salm., 71 (72), 10; Is., 60, 4-7;
Apoc., 21, 24]. Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de
Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende eficaz y
constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes bajo
Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu[24].
En virtud de esta catolicidad cada una de las
partes presenta sus dones a las otras y a toda la Iglesia, de suerte que el
todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos los que mutuamente se
comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo
de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo está
integrado por diversos elementos. Porque hay diversidad entre sus miembros, ya
según las funciones, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de
sus hermanos, ya según la condición y ordenación de vida, pues otros muchos en
el estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más estrecho,
estimulan con su ejemplo a los hermanos. Así también, en la comunión
eclesiástica existen Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias,
permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el
conjunto de la caridad[25], defiende las legítimas diferencias, y al mismo
tiempo procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad,
sino incluso cooperen a ella. De aquí dimanan finalmente entre las diversas
partes de la Iglesia los vínculos de íntima comunión de bienes espirituales, de
operarios apostólicos y de recursos económicos. En efecto, los miembros del
Pueblo de Dios son llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las
Iglesias pueden aplicarse estas palabras del apóstol: "El don que cada uno
haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de
la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4, 10). Todos los hombres son
admitidos a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve
la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se destinan tanto los
fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en
general llamados a la salvación por la gracia de Dios.
14. LOS FIELES CATÓLICOS
El sagrado Concilio dirige ante todo su atención a
los fieles católicos. Enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que
esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el
único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que
es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad del
bautismo (cf. Mt., 16, 16; Jn., 3, 5), confirmó a un tiempo la necesidad de la
Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Por
lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue
instituida por Jesucristo como necesaria, no quisieran entrar o permanecer en
ella.
A la sociedad de la Iglesia se incorporan
plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus
disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen
por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen
eclesiástico y de la comunión a su organización visible con Cristo, que la dirige
por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos. Sin embargo, no alcanza la
salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la
caridad, permanece en el seno de la Iglesia "con el cuerpo", pero no
"con el corazón"[26]. No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia
que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una
gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las
palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor
severidad[27].
Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu
Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a
ella por este mismo deseo; y la Madre Iglesia los abraza ya amorosa y
solícitamente como suyos.
15. VÍNCULOS DE LA IGLESIA CON LOS CRISTIANOS NO CATÓLICOS
La Iglesia se siente unida por varios vínculos con
todos los que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados,
aunque no profesan íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión
bajo el Sucesor de Pedro[28]. Pues son muchos los que veneran efectivamente las
Sagradas Escrituras como norma de fe y de vida y muestran un sincero celo
religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el Hijo de Dios
Salvador[29], están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e
incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades eclesiales
otros sacramentos. Muchos de ellos tienen Episcopado, celebran la sagrada
Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios[30]. Hay que
contar también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más
aún: cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en
ellos con su virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos
de ellos les dio la fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve
en todos los discípulos de Cristo el deseo y la acción para que todos se unan
en paz, de la manera que Cristo estableció en un rebaño y bajo un solo
Pastor[31]. Para obtener eso la Madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de
trabajar, y exhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación, para que
la imagen de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la
Iglesia.
16. LOS NO CRISTIANOS
Por fin, los que todavía no recibieron el
Evangelio, están ordenados al Pueblo de Dios por varios motivos[32]. En primer
lugar ciertamente, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las
promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom., 9, 4-5); pueblo,
según la elección, amadísimo a causa de sus padres; porque los dones y la
vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11, 28-29). Pero el designio de
salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales
están en primer término los Musulmanes, que confesando profesar la fe de
Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a
los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que
entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos
la vida, el aliento y todas las cosas (cf. Hech., 17, 25-28), y el Salvador
quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim., 2, 4). Pues los que
inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con
sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con
obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir
la salvación eterna[33]. La Divina Providencia no niega los auxilios necesarios
para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un
claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia
divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y
verdadero que entre ellos se da, como preparación al Evangelio[34], y dado por
quien ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida. Pero más
frecuentemente los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron necios en sus
razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la
criatura en lugar del Creador (cf. Rom., 1, 21 y 25), o viviendo y muriendo sin
Dios en este mundo, están expuestos a una horrible desesperación. Por eso, para
la gloria de Dios y la salvación de todos éstos, la Iglesia, recordando el
mandato del Señor: "Predicad el Evangelio a toda criatura" (cf. Mc.,
16, 16), promueve con toda solicitud las misiones.
17. CARÁCTER MISIONERO DE LA IGLESIA
Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a
los Apóstoles (cf. Jn., 20, 21), diciendo: "Id y enseñad a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo" (Mt., 28, 18-20). Este solemne
mandato de Cristo, de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo heredó de los
Apóstoles con la misión de llevarla hasta los confines de la tierra (cf. Hech.,
1, 8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: "¡Ay de mí si no
evangelizara!" (1 Cor., 9, 10), y por eso se preocupa incansablemente de
enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias
y éstas continúen la obra evangelizadora. Porque se ve impulsada por el
Espíritu Santo a cooperar para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que
puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. Predicando el
Evangelio mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone
para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y los incorpora a
Cristo, para que amándolo, crezcan hasta quedar llenos de El. Con su obra
consigue que todo lo bueno que halla depositado en la mente y en el corazón de
los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no
desaparezca, sino que se purifique y se eleve y se perfeccione para la gloria
de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los
discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia
posibilidad[35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no
obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo
por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios, dichas por el
profeta: "Desde donde sale el sol hasta el poniente se extiende mi nombre
grande entre las gentes, y en todas partes se le ofrece una oblación pura"
(Mal., 1, 11)[36]. Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la
totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo
del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria
al Creador y Padre universal.
[15] Cf. S. Cipriano, Epist., 69, 6: PL 3, 1.142 B.
Hartel, 3 B, p. 754; "Sacramento inseparable de unidad".
[16] Cf. Pío XII, Aloc. Magnificate Dominum, 2 nov. 1954: AAS 46 (1954),
p. 669. Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), p. 555.
[17] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928:
AAS 20 (1928), pp. 171 s. Pio XII, Aloc. Vous nous avez, 22 sept. 1956: AAS 48
(1956), p. 714.
[18] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 63, a. 2.
[19] Cf. Cirilo de Jer., Catech., 17, de Spiritu
Sancto, II, 35-37: PG 33, 1009-1012. Nic Cabasilas, De vita in Christo, libro
III, "de utilitate chrismatis". PG 150, 569-580. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 65, a. 3 et q. 72, a.
1 et 5.
[20] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947),
sobre todo, pp. 552 s.
[21] 1 Cor., 7, 7: "Cada uno recibe del Señor
su propio don: uno de una manera y otro de otra". Cf. S. Agustín, De Dono
Persev., 14, 37: PL 45, 1.015 siguientes: "No sólo la continencia es un
don de Dios, sino también la castidad de los casados".
[22] Cf. S. Agustín. De Praed. Sanct., 14, 27: PL 44, 980.
[23] Cf. Juan Crisóstomo, In Io., Hom., 65, 1: PG 59, 361.
[24] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 16, 6, III, 22, 1-3: PG 7, 925 C,
926 A et 958 A. Harvey, 2, 87 et 120-123. Sagnard. Ed. Sources Chrét., pp.
290-202 et 372 ss.
[25] Cf. S. Ignacio, M., Ad Rom., Praef.: Ed. Funk, I
página 252.
[26] Cf. S. Agustín, Bapt. c. Donat., V. 28, 39: PL
43, 197: "Es claro que cuando a propósito de la Iglesia se habla de
"dentro" y "fuera" esto se refiere no al cuerpo sino al
corazón". Cf. ib., III, 19, 26: col. 152; V. 18, 24: col. 189: In Io. Tr.
61, 2: PL 35, 1800, y con frecuencia en otras partes.
[27] Cf. Lc., 12, 48: "A todo aquel a quien se
le dio mucho, mucho se le pedirá". Cf. también Mt., 5, 19-20: 7, 21-22; 25, 41-46; Sant., 2, 14.
[28] Cf. León XIII, Epist. Apost., Praeclara gratulationis, 20 jun.
1894: ASS 26 (1893-94), p. 707.
[29] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28
(1895-1896), p. 738. Epist. Encycl. Caritatis studium, 25 jul. 1898: ASS 31
(1898-1899), p. 11. Pío XII Mensaje radiof. Nell'alba, 24 dic. 1941: AAS 34
(1942), p. 21.
[30] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum Orientalium, 8 sept. 1928: AAS 20
(1928), p. 287. Pío XII, Litt. Encycl. Orientalis Ecclesiae, 9 abr.
1944: AAS 36 (1944), p. 137. [31] Cf. Instr. S. S. C. S. Oficio, 20 dic. 1949:
AAS 42 (1950), p. 142.
[32] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 8, a. 3, ad 1. [33] Cf.
Epist., S. S. C. S. Oficio al Arzobispo de Boston: Denz., 3.869-72. [34] Cf.
Eusebio de Cesar., Praeparatio Evangelica, 1, 1: PG 21, 28 AB.
[35] Cf. Benedicto XV, Epist. Apost. Maximum illud:
AAS 11 (1919), p. 440, sobre todo, pp. 451 ss. Pío XI, Encycl. Rerum Ecclesiae:
AAS 18 (1926), pp. 68-69: Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957), pp. 236-237.
[36] Cf. Didaché, 14; ed. Funk, I, p. 32. S. Justino Dial.,
41: PG 6, 564. S. Ireneo, Adv. Haer., IV, 17, 5: PG 7, 1.023. Harvey, 2, pp. 199 s. Conc. Trid. Ses.
22, cap. I. Denz. 939 (1742).
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