18. "PROEMIO"
Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo
siempre, Cristo Señor instituye en su Iglesia diversos ministerios ordenados al
bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad
están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del
Pueblo de Dios y
gozan, por tanto, de la dignidad cristiana, tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación. Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara, a una con él, que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20, 21) y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el Episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el principio visible y perpetuo fundamento[37] de la unidad de fe y de comunión. El santo Concilio propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, y prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo[38] y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.
gozan, por tanto, de la dignidad cristiana, tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación. Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara, a una con él, que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20, 21) y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el Episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el principio visible y perpetuo fundamento[37] de la unidad de fe y de comunión. El santo Concilio propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, y prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo[38] y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.
19. LA INSTITUCIÓN DE LOS DOCE APÓSTOLES
El Señor Jesús, después de haber hecho oración al
Padre, llamando a sí a los que Él quiso, eligió a los doce para vivir con El y
enviarlos después a predicar el Reino de Dios (cf. Mc., 3, 13-19; Mt., 10,
1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc., 6, 13) los fundó a modo de colegio, es
decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio de
ellos, a Pedro (cf. Jn., 21, 15-17). Los envió Cristo, primero a los hijos de
Israel, luego a todas las gentes (cf. Rom., 1, 16) para que, con la potestad que
les entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen
y gobernasen (cf. Mt., 28, 16-20; Mc., 16, 15; Lc., 24, 45-48; Jn., 20, 21-23)
y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del
Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (cf. Mt., 28, 20). En
esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hech., 2,
1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis la virtud del Espíritu
Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como
en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de la tierra" (Hech.,
1, 8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc.,
16, 20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo, reúnen la
Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el
bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra angular del edificio a
Cristo Jesús (cf. Apoc., 21, 14; Mt., 16, 18; Ef., 2, 20)[39].
20. LOS OBISPOS, SUCESORES DE LOS APÓSTOLES
Esta divina misión, confiada por Cristo a los
Apóstoles, ha de durar hasta el fin de los siglos (cf. Mt., 28, 20), puesto que
el Evangelio que ellos deben transmitir es el principio de la vida para la
Iglesia en todo tiempo. Por lo cual los Apóstoles, en esta sociedad
jerárquicamente organizada, tuvieron cuidado de establecer sucesores. En
efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40], sino que,
a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los
Apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el
encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada[41], encomendándoles
que atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo los había
puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hech., 20, 28). Establecieron,
pues, tales colaboradores y dejaron dispuesto que, a su vez, otros hombres
probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio[42]. Entre los
varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la
Iglesia, según testimonio de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de
aquellos que, constituidos en el Episcopado, por una sucesión que surge desde
el principio[43], conservan el vástago de la semilla apostólica[44]. Así, según
atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron establecidos por los
Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta[45]
y se conserva la tradición apostólica en el mundo entero[46]. Así, pues, los
Obispos, junto con los presbíteros y diáconos[47], recibieron el ministerio de
la comunidad presidiendo en nombre de Dios la grey[48] de la que son pastores,
como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de
autoridad[49]. Y así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente
a Pedro como a primero entre los Apóstoles, que debe ser transmitido a sus
sucesores, así también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la
Iglesia que debe ser ejercitado continuamente por el orden sagrado de los Obispos[50].
Enseña, pues, este sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución
divina en el lugar de los Apóstoles[51] como pastores de la Iglesia, y quien a
ellos escucha, a Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al
que le envió (cf. Lc., 10, 16)[52].
21. EL EPISCOPADO COMO SACRAMENTO
Así, pues, en la persona de los Obispos, a quienes
asisten los presbíteros, Jesucristo Nuestro Señor está presente en medio de los
fieles como Pontífice Supremo. Porque, sentado a la diestra de Dios Padre, no
está lejos de la congregación de sus pontífices[53], sino que principalmente, a
través de su excelso ministerio, predica la palabra de Dios a todas las gentes
y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes y por medio de
su oficio paternal (cf. 1 Cor., 4, 15) va agregando nuevos miembros a su Cuerpo
con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y
prudencia, orienta y guía al pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinación
hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey del
Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios
(cf. 1 Cor., 4, 1) y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la
gracia de Dios (cf. Rom., 15, 16; Hech., 20, 24) y el glorioso ministerio del
Espíritu y de la justicia (cf. 2 Cor., 3, 8-9). Para realizar estos oficios tan
altos, fueron los Apóstoles enriquecidos por Cristo con la efusión especial del
Espíritu Santo (cf. Hech., 1, 8; 2, 4; Jn., 20, 22-23) y ellos a su vez, por la
imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores el don del Espíritu
(cf. 1 Tim., 4, 14; 2 Tim., 1, 6-7), que ha llegado hasta nosotros en la
consagración episcopal[54]. Este santo Sínodo enseña que con la consagración
episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se
llama en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres
"supremo sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado"[55].
Ahora bien: la consagración episcopal, junto con el oficio de santificar,
confiere también los de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su
naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y
miembros del Colegio. En efecto, según la tradición, que aparece sobre todo en
los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia tanto de Oriente como de
Occidente, es cosa clara que con la imposición de las manos se confiere la
gracia del Espíritu Santo[56] y se imprime el sagrado carácter[57] de tal
manera que los Obispos, en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo,
Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su nombre[58]. Es propio de los Obispos
el admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo
episcopal.
22. EL COLEGIO DE LOS OBISPOS Y SU CABEZA
Así como, por disposición del Señor, San Pedro y
los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de semejante modo se
unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores
de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, conforme a la cual los Obispos
establecidos por todo el mundo comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma con
el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz[59], como también los
Concilios convocados[60] para resolver en común las cosas más importantes[61],
contrastándolas con el parecer de muchos[62], manifiestan la naturaleza y forma
colegial propia del orden episcopal. Forma que claramente demuestran los
Concilios ecuménicos que a lo largo de los siglos se han celebrado. Esto mismo
lo muestra también el uso, introducido de antiguo, de llamar a varios Obispos a
tomar parte en el rito de consagración cuando un nuevo elegido ha de ser
elevado al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del
cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión
jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. El Colegio o cuerpo episcopal,
por su parte, no tiene autoridad si no se considera incluido el Romano
Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el
poder primacial de éste tanto sobre los Pastores como sobre los fieles. Porque
el Pontífice Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor
de toda la Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que
puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que
sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio apostólico, junto
con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto
de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia[63], potestad que no
puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice. El Señor
puso tan sólo a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt.,
16, 18-19) y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn., 21, 15 y ss.); pero
el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al
Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18, 18; 28, 16-20)[64]. Este
Colegio expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está
compuesto por muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado
bajo una sola cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, respetando fielmente
el primado y principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo
de sus propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu
Santo robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad
suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo
solemne en el Concilio Ecuménico. No puede haber Concilio Ecuménico que no sea
aprobado, o al menos aceptado como tal, por el sucesor de Pedro. Y es
prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilio Ecuménicos,
presidirlos y confirmarlos[65]. Esta misma potestad colegial puede ser
ejercitada por los Obispos dispersos por el mundo, a una con el Papa, con tal
que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos
apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para que sea un
verdadero acto colegial.
23. RELACIONES DE LOS OBISPOS DENTRO DEL COLEGIO
La unión colegial se manifiesta también en las
mutuas relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia
universal. El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y
fundamento perpetuo visible de unidad[66] así de los Obispos como de la
multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el principio y
fundamento visible de unidad en su propia Iglesia[67], formada a imagen de la
Iglesia universal; y en todas y de todas las Iglesias particulares queda
integrada la sola y única Iglesia católica[68]. Por esto cada Obispo representa
a su Iglesia, tal como todos ellos, a una con el Papa, representan toda la
Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad. Cada uno de los
Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejercita su poder
pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre
las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto miembros del
Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben
tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto
de Cristo exigen[69], la cual, si bien no se ejercita por acto de jurisdicción,
contribuye, sin embargo, grandemente al progreso de la Iglesia universal. Todos
los Obispos, en efecto, deben promover y defender la unidad de la fe y la
disciplina común en toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo
el Cuerpo Místico de Cristo, principalmente de los miembros pobres y de los que
sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt., 5, 10), promover en fin,
toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la dilatación de
la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los hombres. Por
lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como porciones
de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo
Místico, que es también el cuerpo de las Iglesias[70]. El cuidado de anunciar
el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los Pastores, ya que a
todos ellos en común dio Cristo el mandato imponiéndoles un oficio común, según
explicó ya el Papa Celestino a los Padres del Concilio de Efeso[71]. Por tanto,
todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio,
deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente se
ha encomendado el oficio de propagar la religión cristiana[72]. Deben, pues,
con todas sus fuerzas proveer a las misiones no sólo de operarios para la mies,
sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente por sí,
ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren finalmente los
Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraternal
ayuda a las otras Iglesias, sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres,
dentro de esta universal comunión de la caridad. La divina Providencia ha hecho
que en diversas regiones las varias Iglesias fundadas por los Apóstols y sus
sucesores, con el correr de los tiempos se hayan reunido en grupos orgánicamente
unidos que, dentro de la unidad de fe y la única constitución divina de la
Iglesia, gozan de disciplina propia, de ritos litúrgicos propios y de un propio
patrimonio teológico y espiritual. Entre las cuales, concretamente las antiguas
Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras y con ellas
han quedado unidas hasta nuestros días por vínculos más estrechos de caridad
tanto en la vida sacramental como en la mutua observancia de derechos y
deberes[73]. Esta variedad de Iglesias locales, dirigida a la unidad muestra
con mayor evidencia la indivisa catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las
Conferencias Episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y
fecunda a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta.
24. EL MINISTERIO DE LOS OBISPOS
Los Obispos, en su calidad de sucesores de los
Apóstoles, reciben del Señor, a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en
la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a
toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de
la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos (cfr. Mt., 28, 18;
Mc., 16, 15-16; Hech., 26, 17 y s.). Para el desempeño de esta misión, Cristo
Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo a quien envió de hecho el día
de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su virtud, fuesen sus
testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes y los pueblos y los
reyes (cf. Hech., 1, 8; 2, 1 y ss.; 9, 15). Este encargo que el Señor confió a
los pastores de su pueblo es un verdadero servicio y en la Sagrada Escritura se
llama muy significativamente "diaconía", o sea ministerio (cf. Hech.,
1, 17 y 25; 21, 19; Rom., 11, 13; 1 Tim., 1, 12). La misión canónica de los
Obispos puede hacerse ya sea por las legítimas costumbres que no hayan sido
revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, ya se por las
leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también
directamente por el mismo sucesor de Pedro: y ningún Obispo puede ser elevado a
tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión
apostólica [74].
25. EL OFICIO DE ENSEÑAR DE LOS OBISPOS
Entre los oficios principales de los Obispos
sobresale la predicación del Evangelio[75]. Porque los Obispos son los heraldos
de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo, que predican al pueblo que
les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida, la
ilustran con luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación las
cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt., 13, 52), la hacen fructificar y con
vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tim., 4, 1-4).
Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser
respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los
fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa
sumisión del espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres
cuando las expone en nombre de Cristo. Esta religiosa sumisión de la voluntad y
del entendimiento, de modo particular se debe al magisterio auténtico del
Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se
reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se adhiera al
parecer expresado por él según la mente y voluntad que haya manifestado él
mismo y que se descubre principalmente, ya sea por la índole del documento, ya
sea por la insistencia con que repite una misma doctrina, ya sea también por
las fórmulas empleadas. Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la
prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando
dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con
el Sucesor de Pedro, convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que
exponen como definitiva una doctrina en las cosas de fe y de costumbres, en ese
caso enuncian infaliblemente la doctrina de Cristo[76]. Pero esto se ve todavía
más claramente cuando reunidos en Concilio Ecuménico son los maestros y jueces
de la fe y de la moral para la Iglesia universal, y sus definiciones de fe
deben aceptarse con sumisión[77]. Esta infalibilidad que el Divino Redentor
quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de la fe y de la moral,
se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación que debe
ser celosamente conservado y fielmente expuesto. Esta infalibilidad compete al
Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón de su oficio cuando
proclama como definitiva la doctrina de la fe o de la moral[78] en su calidad
de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes confirma en la fe
(cf. Lc., 22, 32). Por lo cual con razón se dice que sus definiciones por sí y
no por el consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que han sido
proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro,
y así no necesitan de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la
apelación a ningún otro tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no
da una sentencia como persona privada, sino que en calidad de maestro supremo
de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la
infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe
católica[79]. La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el
Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio juntamente con el
sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la
Iglesia por la acción del Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de
Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe[80]. Cuando el Romano
Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal definen una doctrina, lo hacen siempre
de acuerdo con la Revelación, a la cual deben sujetarse y conformarse todos, y
que por escrito o por transmisión de la sucesión legítima de los Obispos y
sobre todo por el cuidado del mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra
y en la Iglesia se conserva celosamente y se expone fielmente, gracias a la luz
del Espíritu de la verdad[81]. El Romano Pontífice y los Obispos, como lo
requiere su cargo y la importancia del asunto, celosamente trabajan con los
medios adecuados[82], a fin de que se estudie como se debe esta Revelación y se
la proponga apropiadamente, y no aceptan ninguna nueva revelación pública
dentro del divino depósito de la fe[83].
26. EL OFICIO DE SANTIFICAR DE LOS OBISPOS
El Obispo, revestido como está de la plenitud del
sacramento del Orden, es "el administrador de la gracia del supremo
sacerdocio"[84] sobre todo en la Eucaristía, que él mismo ofrece, ya sea
por sí, ya sea por otros[85], y que hace vivir y crecer a la Iglesia. Esta
Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas
comunidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también
el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento[86]. Ellas en sus sedes, son el
Pueblo nuevo, llamado por Dios con la virtud del Espíritu Santo y con plena
convicción (cf. 1 Tes., 1, 5). En ellas se congregan los fieles por la
predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del
Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor todos los hermanos
de la comunidad queden estrechamente unidos"[87]. En todo altar, reunida
la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo [88], se manifiesta el
símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo Místico, sin la cual no
puede haber salvación"[89]. En estas comunidades, por más que sean con
frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el
cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica[90].
Porque "la participación del cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa
sino que pasemos a ser aquello que recibimos"[91]. Ahora bien: toda
legítima celebración de la Eucaristía la dirige el Obispo, al cual ha sido
confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión
cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de
la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su
diócesis. Así, los Obispos orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas
maneras y abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del
ministerio de la palabra comunican a los creyentes la fuerza de Dios para su
salvación (cf. Rom., 1, 16) y por medio de los sacramentos, cuya administración
sana y fructuosa regulan ellos con su autoridad [92], santifican a los fieles.
Ellos regulan la administración del bautismo, por medio del cual se concede la
participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros
originarios de la confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes y
moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e
instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y
sobre todo en el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar
a sus súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo
mal, sino con la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible
para llegar a la vida eterna juntamente con la grey que se les ha confiado[93].
27. EL OFICIO DE REGIR DE LOS OBISPOS
Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo
las Iglesias particulares que se les han encomendado [94], con sus consejos,
con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su
potestad sagrada que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y
la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor
y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc., 22, 26-27). Esta
potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e
inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea regulado por la autoridad
suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y de los fieles, pueda
quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los
Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus
súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y
organización del apostolado. A ellos se les confía plenamente el oficio
pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas y no deben
ser tenidos como vicarios de los Romanos Pontífices, ya que ostentan una
potestad propia y son, con toda verdad, los Jefes del pueblo que gobiernan[95].
Así, pues, su potestad no queda anulada por la potestad suprema y universal,
sino que al revés queda afirmada, robustecida y defendida [96], puesto que el
Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor
estableció en su Iglesia. El Obispo, enviado por el Padre de familia a gobernar
su familia, tenga siempre ante los ojos, el ejemplo del Buen Pastor que vino no
a ser servido, sino a servir (cf. Mt., 20, 28; Mc., 10, 45) y a entregar su
vida por sus ovejas (cf. Jn., 10, 11). Tomado de entre los hombres y rodeado él
mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de los errados (cf.
Heb., 5, 1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a verdaderos
hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él.
Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Heb., 13, 17),
trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por
ellos y también por los que todavía no son de la única grey, a quienes debe
tener por encomendados en el Señor. Siendo él deudor para con todos, a la
manera de Pablo, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rom., 1, 14-15) y no
deje de exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera. Los
fieles, por su parte, deben estar unidos con su Obispo como la Iglesia lo está
con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que todas las cosas
se armonicen en la unidad[97] y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2 Cor., 4,
15).
28. LOS PRESBÍTEROS. SUS RELACIONES CON CRISTO, CON LOS OBISPOS, CON EL
PRESBITERIO Y CON EL PUEBLO CRISTIANO
Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo
(Jn., 10, 36), ha hecho participantes de su consagración y de su misión por
medio de los Apóstoles a sus sucesores, es decir, a los Obispos. Ellos han
encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a
diversos sujetos en la Iglesia [98]. Así el ministerio eclesiástico de divina
institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos que ya desde
antiguo se llamaron Obispos, Presbíteros, Diáconos [99]. Los Presbíteros,
aunque no tienen el sumo grado del pontificado y en el ejercicio de su potestad
dependen de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del
sacerdocio[100] y, en virtud del sacramento del Orden[101], han sido
consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento[102], según la
imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Heb., 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28),
para predicar el Evangelio, y apacentar a los fieles y para celebrar el culto
divino. Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio de Cristo,
único Mediador (1 Tim., 2, 5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su
oficio sagrado lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en
donde, representando la persona de Cristo[103] y proclamando su Misterio, unen
al sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor.,
11, 26), representando y aplicando en el sacrificio de la Misa[104], hasta la
venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de
Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia inmaculada (cf. Heb., 9,
1-28). Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el
ministerio de la reconciliación y del alivio y presentan a Dios Padre las necesidades
y súplicas de los fieles (cf. Heb., 5, 1-4). Ellos, ejercitando[105], en la
medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia
de Dios como una comunidad de hermanos[106], animada y dirigida hacia la unidad
y por Cristo en el Espíritu, la conducen hasta el Padre Dios. En medio de la
grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn., 4, 24). Se afanan finalmente
en la predicación y en la enseñanza (cf. 1 Tim., 5, 17), creyendo en aquello
que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando aquello en que creen,
imitando aquello que enseñan [107]. Los Presbíteros, como próvidos
colaboradores[108] del orden episcopal, como ayuda e instrumento suyo, llamados
para servir al pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un presbiterio[109],
dedicado a diversas funciones. En cada una de las congregaciones locales de
fieles, ellos hacen, por decirlo así, presente al Obispo con quien están
confiada y animosamente unidos y toman sobre sí una parte de la carga y
solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la
autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a
ellos confiada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan
eficaz ayuda a la edificación del cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4, 12).
Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el
trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia. Los Presbíteros,
en virtud de esta participación en el sacerdocio y en la misión, reconozcan al Obispo
como verdadero padre y obedézcanle reverentemente. El Obispo, por su parte,
considere a los sacerdotes como hijos y amigos, tal como Cristo a sus
discípulos ya no los llama siervos, sino amigos (cf. Jn., 15, 15). Todos los
sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están, pues, adscritos al Cuerpo
Episcopal por razón del Orden y del ministerio y sirven al bien de toda la
Iglesia según la vocación y la gracia de cada cual. En virtud de la común
ordenación sagrada y de la común misión, los Presbíteros todos se unen entre sí
en íntima fraternidad que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda
mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las
reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad. Respecto de los
fieles, a quienes con el bautismo y la doctrina han engendrado espiritualmente
(cf. 1 Cor., 4, 15; 1 Pe., 1, 23), tengan la solicitud de padres en Cristo.
Haciéndose de buena gana modelos de la grey (1 Pe., 5, 3) gobiernen y sirvan a
su comunidad local de tal manera que ésta merezca llamarse con el nombre que es
gala del pueblo de Dios único y total, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1 Cor.,
1, 2; 2 Cor., 1, 1, y passim). Acuérdense que con su conducta de todos los días
y con su solicitud muestran a fieles e infieles, a católicos y no católicos la
imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral y que deben, ante la faz
de todos, dar el testimonio de la verdad y de la vida y que como buenos
pastores deben buscar también (cf. Lc., 15, 4-7) a aquellos que, bautizados en
la Iglesia católica, han abandonado, sin embargo, la práctica de los
sacramentos, e incluso la fe. Como el mundo entero cada día más tiende a la
unidad de organización civil, económica y social, así conviene que cada vez más
los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y
del Sumo Pontífice, eviten todo conato de dispersión para que todo el género
humano venga a la unidad de la familia de Dios.
29. LOS DIÁCONOS
En el grado inferior de la jerarquía están los
Diáconos que reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio sino en
orden al ministerio[110]. Así, confortados con la gracia sacramental, en
comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el
ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del
Diácono, según la autoridad competente se lo asignare, la administración
solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir en
nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el Viático a los moribundos,
leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir
el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los
ritos de funerales y sepelios. Dedicados a los oficios de caridad y
administración, recuerden los Diáconos el aviso de San Policarpo:
"Misericordiosos, diligentes, procedan en su conducta conforme a la verdad
del Señor que se hizo servidor de todos"[111]. Teniendo en cuenta que
estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia, según la disciplina
actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones difícilmente se
pueden desempeñar, se podrá restablecer en adelante el Diaconado como grado
propio y permanente en la jerarquía. Tocará a las distintas Conferencias
Episcopales el decidir, con la aprobación del Sumo Pontífice, si se cree
oportuno y en dónde, el establecer estos diáconos para la cura de las almas.
Con el consentimiento del Romano Pontífice este diaconado se podrá conferir a
hombres de edad madura, aunque estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero
para éstos debe mantenerse firme la ley del celibato.
[37] Cf. Conc. Vat. I. Ses. IV. Const. Dogm. Pastor aeternus: Denz.,
1821 (3.050 s.).
[38] Cf. Conc. Flor., Decretum pro Graecis: Denz., 694 (1.307), et Con.
Vat. I, Const. Dogm. Pastor aeternus: Denz., 1826 (3.059).
[39] Cf. Liber sacramentorum. S. Gregorio. Praefacio in Cathedra S.
Petri, in natali S. Mathiae et S. Thomae: PL 78, 50, 51 et 152 S. Hiliario, In
Ps., 67, 10: PL 9, 450; CSEL, 22, página 286. S. Jerónimo, Adv.
Iovin, 1, 26: PL 23, 247 A. S. Agustín, In Ps., 86, 4: PL 37, 1.103. S.
Gregorio, M., Mor. in Iob., XXVIII V: PL 76, 455-456. Primasio, Comm. in Apoc.,
V: PL 68. 924 C. Pascasio, In Mt., L. VIII, capítulo 16: PL 120, 561 C. Cf.
León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS
21 (1888), p. 321.
[40] Cf. Hech., 6, 2-6; 11, 30; 13, 1; 14, 23; 20, 17; I Tes., 5, 12-13;
Filp., 1, 1.
[41] Cf. Hech., 20, 25-27; 2 Tim., 4, 6 s., coll. c. 1 Tim., 5, 22; 2
Tim., 2, 2. Tit. 1, 5; S. Clem. Rom., Ad Cor., 44, 3; edición Funk, I, p. 156.
[42] S. Clem. Rom., Ad Cor., 44, 2; ed. Funk, I, pp. 154 s.
[43] Cf. Tertul., Praescr. Haer., 32: PL 2, 52
s. S. Ignacio, M., passim.
[44] Cf. Tertul., Praescr. Haer., 32: PL 2, 53.
[45] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1: PG 7, 848 A; Harvey, 2, 8;
Sagnard, p. 100 s.: "manifestatam".
[46] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 2, 2: PG 7, 847; Harvey, 2, 7;
Sagnard, p. 100: "custoditur"; cf. ib. IV, 26, 2; col. 1.053; Harvey,
2, 236, además IV, 33, 8; col. 1.077; Harvey, 2, 262.
[47] S. Ign. M., Philad., Praef.; ed. Funk, I, p. 264.
[48] S. Ign. M., Philad., 1, 1; Magn., 6, 1; ed. Funk, I, páginas 264 et
234.
[49] S. Clem. Rom., l. c., 42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2; Ed. Funk, I, 152,
156, 172. S. Ign., M., Philad., 2; Smyrn., 8; Mag., 3; Trall., 7; ed. Funk, I.
pp. 266, 282, 232, 246 s., ec.; S. Justino, Apocalypsis, 1, 65; PG 6, 428; S.
Cipriano, Epist., passim.
[50] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitun, 29 jun. 1896: ASS 28
(1895-96), p. 732.
[51] Cf. Conc. Trid., Sess. 23, Decr. de sacr. Ordinis, capítulo 4;
Denz, 960 (1768); Conc. Vat. I. Sess. 4, Const. Dogm., 1, De Ecclesia Christi,
cap. 3; Denz., 1828 (3.061). Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun.
1943: AAS 35 (1943), páginas 209 et 212. Cod. Iur. Can., C. 329, *** 1.
[52] Cf. León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888), pp. 321
s.
[53] S. León, M., Serm., 5, 3: PL 54, 154.
[54] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 3, cita las
palabras de 2 Tim., 1, 6-7, para demostrar que el Orden es verdadero
sacramento: Denz., 959 (1766).
[55] In Trad. Apost., 3, ed. Botte, Sources Chr., pp. 27-30. Al Obispo
se le atribuye "el primado del sacerdocio" Cf. Sacramentarium
Leonianum, ed. C. Mohlberg, Sacramentarium
Veronense, Romae, 1955, p. 119: "ad summi sacerdotii ministerium... Comple in
sacerdotibus tuis mysterii summam"... Lo mismo, Liber Sacramentorum
Romanae Ecclesiae, Romae, 1960, pp. 121-122: "Tribuas eis. Domine, cathedram episcopalem ad
regendam Ecclesiam tuam et plebem universam". Cf. PL 78,
224.
[56] Trad. Apost., 2, ed. Botte, p. 27.
[57] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 4, enseña que el
sacramento del Orden imprime carácter indeleble: Denz., 960 (1767). Cf. Juan
XXIII, Aloc. Iubilate Deo, 8 mayo 1960: AAS 52 (1960), p. 4; Paulo VI, Homilía
en Bas. Vaticana, 20 octubre 1963: AAS 55 (1963), p. 1.014.
[58] S. Cipriano, Epist., 63, 14: PL 4, 386; Hartel, III B, p. 713:
"Sacerdos vice Christi vere fungitur". Juan Crisóstomo, In II Tim.,
Hom., 2, 4: PG 62, 612: Sacerdos est "symbolon" Christi. S. Ambrosio,
In Ps., 38, 25-26: PL 14, 1.051-52; CSEL, 64, 203-204. Ambrosiaster, In I Tim.,
5, 19: PL 17, 479 C et In Eph., 4, 11-12; col. 387 C. Theodoro Mops., Hom.
Catech., XV, 21 et 24; ed. Tonneau, pp. 497 et 503. Hesychius Hieros., In Lev.,
L. 2, 9, 23: PG 93, 894 B.
[59] Cf. Eusebio, Hist. Eccl., V, 24, 10: GCS II,
1, p. 495; edición Bardy. Sources Chr., II, p. 69. Dionisio según Eusebio, ib. VII, 5, 2: GCS II,
2, p. 638 s.; Bardy, II, pp. 168 s.
[60] Cf. sobre los antiguos Concilios, Eusebio,
Hist. Eccl., V, 23-24: GCS II, 1,
pp. 488 ss.; Bardy, II, pp. 66 ss. et passim. Conc. Niceno. Can.,
5; Conc. Oec. Decr., p. 7.
[61] Tertuliano, De Ieiunio, 13: PL 2, 972 B; CSEL
20, página 292, lin. 13-16.
[62] S. Cipriano, Epist., 56, 3; Hartel, III B, p. 649; Bayard, p. 154.
[63] Cf. Relación oficial Zinelli, en el Conc. Vat.
I: Mansi, 52, 1.109 C.
[64] Cf. Conc. Vat. I. Esquema Const. dogm. II, de
Ecclesia Christi, c. 4: Mansi, 53, 310. Cf. relación Kleutgen sobre el Esquema
reformado: Mansi, 53, 321 B-322 B y la declaración Zinelli: Mansi, 52, 1.110 A.
cfr. también S. León M., Serm., 4, 3: PL 54, 151 A.
[65] Cf. Cod. Iur. Can., can. 277.
[66] Cf. Conc. Vat. I. Const. Dogm. Pastor
aeternus: Denz., 1821 (3.050 s.).
[67] Cf. S. Cipriano, Epist., 66, 8: Hartel, III, 2
p. 733: "El Obispo en la Iglesia y la Iglesia en el Obispo".
[68] Cf. S. Cipriano, Epist., 55, 24: Hartel, p.
642, lin. 13: "Una Iglesia en todo el mundo constituida por muchos
miembros". Epist., 36, 4: Hartel, p.
575, lin. 20-21.
[69] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49
(1957), p. 237.
[70] Cf. S. Hilario Pict., In Ps., 14, 3: PL 9, 206: CSEL, 22, página
86. S. Gregorio M., Moral, IV, 7, 12: PL 75, 643 C. Ps. Basilio, In Is., 15,
296: PG 30, 637 C.
[71] S. Celestino, Epist. 18, 1-2, ad Conc. Efeso: PL
50, 505 AB; Schwartz, Acta Conc. Oec., I, 1, 1, p. 22. Cf. Benedicto XV. Epist. Apost. Maximum illud: AAS 11 (1919), página
440. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum Ecclesiae, 28 febr. 1926: AAS 18 (1963), p.
69, Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, I, c.
[72] León XIII, Litt. Encycl. Grande munus, 30 sept. 1880: AAS 13
(1880), p. 154. Cf. Cod. ur. Can., c. 1.327; c. 1.350 *** 2.
[73] Acerca de los derechos de las Sedes
patriarcales, cf. Conc. Niceno, can. 6 de Alejandría y Antioquía, y can. 7 de
Jerusalén: Conc. Oec. Decr., p. 8 Conc. Later: IV, año 1215. Constit. V: De
dignitate Patriarcharum: ibid., p. 212, Conc. Ferr. Flor.: ibid. p. 504.
[74] Cf. Cod. Iuris pro Eccl. Orient., can.
216-314: sobre los Patriarcas, can. 324-339: sobre los Arzobispos mayores, can.
362-391: sobre otros dignatarios: especialmente el can. 238, *** 3; 216; 240;
251; 255: sobre los Obispos que deben ser nombrados por los Patriarcas.
[75] Cf. Conc. Trid., Decr. de reform., Ses. V, c. 2, n. 9 et Ses. XXIV, can. 4; Conc.
Oec., Decr., pp. 645 et 739.
[76] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Dei Filius, 3,
Denz. 1712 (3.011). Cr. nota añadida al Esquema I de Eccl. (tomada de S. Rob.
Bellarm.): Mansi, 51, 579 C: además el Esquema reformado Const. II de Ecclesia
Christi, con el comentario de Kleutgen: Mansi, 53, 313 AB, Pío IX Epist. Tuas libenter: Denz., 1638 (2.879).
[77] Cf. Cod. Iur. Can., c. 1.322-1.323.
[78] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus:
Denz., 1839 (3.074).
[79] Cf. explicación Gasser in Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.213 AC.
[80] Gasser, ib.: Mansi, 1214 A.
[81] Gasser, ib.: Mansi, 1215 CD, 1216-1217 A.
[82] Gasser, ib.: Mansi, 1213.
[83] Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus, 4:
Denz. 1836 (3.070).
[84] Oración de la consagración episcopal en rito
bizantino: Euchologion to mega Roma, 1873, p. 139.
[85] Cf. S. Ignacio, M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[86] Cf. Hech. 8, 1; 14, 22-23; 20, 17, et passim.
[87] Oración mozárabe: PL 96, 759 B.
[88] Cf. S. Ignacio, M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[89] Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 73, a. 3.
[90] Cf. S. Agustín. C. Faustum, 12, 20; PL 42,
265: Serm., 57, 7: PL 38, 389, etc.
[91] S. León M., Serm., 63, 7: PL 54, 357 D.
[92] Traditio Apostolica de Hipólito 2-3; ed.
Botte, pp. 26-30.
[93] Véase el texto del examen al principio de la consagración
episcopal y la oración al final de la Misa de consagración después del Te Deum.
[94] Benedicto XIV. Br. Romana Ecclesia, 5 oct. 1752, *** 1: Bullarium
Benedicti XIV, t. IV, Romae, 1758. 21: "El Obispo
representa la persona de Cristo, y desempeña su oficio" Pío XII Litt.
Encycl. Mystici Corporis, l. c., p. 21 "cada uno apacienta y gobierna en
nombre de Cristo el rebaño a él encomendado".
[95] León XIII. Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: AAS 28
(1895-96), p. 732. Idem Epist. Officio sanctissimo, 22 dic. 1887: AAS
29 (1887), p. 264. Pío IX. Carta Apost. a los Obispos de Alemania, 12 marzo
1875 y Aloc. Consist. 15 marzo 1875: Denz., 3112-3117 solamente en la nueva
edición.
[96] Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, 3;
Denz., 1828 (3.061). Cf. Relación Zinelli: Mansi, 52, 1114 D.
[97] Cf. S. Ignacio, M., Ad Ephes., 6, 1: ed. Funk, I,
página 218; y el Martyrium Polycarpi, 12, 2: lb, p. 328.
[98] Cf. S. Ignacio, M., Ad Ephes., 5, 1: ed. Funk, 1, p.
216.
[99] Cf. Conc. Trid., Ses. 23, De sacr. Ordinis,
cap. 2: Denz., 958 (1765), y can. 6: Denz., 966 (1776).
[100] Cf. Inocencio, I. Epist. ad Decentum: PL 20,
554 A: Mansi, 3, 1029: Denz., 98 (215): "Los presbíteros, aunque son
sacerdotes de segundo grado (respecto a los diáconos), no tienen sin embargo la
plenitud del pontificado". S. Cipriano, Epist., 61, 3: ed. Hartel, p. 696.
[101] Cf. Conc. Trid., 1, c., Denz., 956-968
(1763-1778), y especialmente el can. 7: Denz., 967 (1777). Pío XII, Const.
Apost. Sacramentum Ordinis: Denz., 2301 (3.857-61).
[102] Cf. Inocencio, I, 1, c., c. S. Gregorio Naz.,
Apol., II, 22: PG 35, 432 B. Ps. Dionisio, Eccl. Hier., 1, 2: PG 3, 372 D.
[103] Cf. Conc. Trid., Ses. 22; Denz., 940 (1743).
Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), p. 553.
Denz., 2300 (3.850).
[104] Cf. Conc. Trid., Ses. 22: Denz., 938
(1.739-40). Concilio Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, n. 7 y n. 47.
[105] Cf. Pío XII. Litt. Encycl. Mediator Dei, l.
c. en el n. 67.
[106] Cf. S. Cipriano, Epist., 11, 3: PL 4, 242 B: Hartel, II 2, p. 497.
[107] Ordo consecrationis sacerdotalis, en la
imposición de los ornamentos.
[108] Ordo consecrationis sacerdotalis, en el
prefacio.
[109] Cf. S. Ignacio, M., Philad, 4: ed. Funk, I, p. 266 S. Cornelio, I
en S. Cipriano, Epist., 48, 2: Hartel, III, 2. p. 610.
[110] Constitutiones Ecclesiae aegyptiacae, III, 2:
ed. Funk, Didascalia, II, p. 103. Statuta Eccl. Ant., 37-41: Mansi, 3, 954.
[111] S. Policarpo, Ad Phil., 5, 2: ed. Funk, I, p.
300: Se dice de Cristo "que se ha hecho servidor, diácono, de todos".
Cf. S. Clemente Rom., Ad. Cor., 15, 1: ib.,
p. 32 S. Ignacio, M., Trall., 2, 3: ib., p. 242. Constitutiones
Apostolorum, 8. 28, 4: Funk. Didascalia, I, p. 530.
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